Empezó a escribir por sus rodillas.
Él disfrutaba bajando la mirada.
Como antídoto, ella no hacía más que sonreír.
La corva era su cueva
cuando la espiaba de espaldas.
En la corva estaba todo el calor del verano
y el inicio de un poema.
Agazapado en el anonimato
él fabricó musarañas retóricas para ella
y luego ella no entendía
con el papel infectado entre las manos.
Dejaba de sonreír, volvían los tornados:
se tapaba las rodillas con un pantalón largo.
Evaporado el antídoto
sólo quedó la enfermedad.
Él ya no pudo dejar de escribir,
sin comprensión y sin remedio.
domingo, 6 de mayo de 2007
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